jueves, 11 de agosto de 2011

Agosto

AGOSTO


Mañana empieza agosto, y con él el olor caliente del campo, el olor del cáncer del verano. Las maletas hechas con la misma antelación de cada año, mi corazón igual de dolorido... y es que la soledad absoluta del treinta y uno de julio siempre viene a esperarme.
Mi soledad, pienso al mirarme en el espejo, y el chico que me devuelve la mirada, el chico de pijama gris y negro, el chico delgado al que tanto amé, se echa a llorar, como yo.

Aquel verano hizo más calor de lo normal, castigo añadido al dolor que de por sí ya teníamos. El treinta y uno de julio nuestra madre me despertó temprano, la recuerdo arrodillada entre las dos camas con la mirada perdida en la cabeza sin pelo de mi hermano.
Yo me levanté y la seguí hasta la cocina... Olía a café y a tostadas pero ni ella, ni papá, ni yo desayunamos. Adiviné que algo había sucedido, y efectivamente tenía razón. Mi madre, como siempre había tenido una idea maravillosa.
La maquinilla eléctrica vibraba sobre mi cabeza haciéndome cosquillas mientras el pelo me caía a mechones sobre los hombros. En diez minutos mi cabeza tuvo el mismo aspecto que la de Simón. Nadie podría distinguirnos cuando llegásemos al campo; seríamos igual de idénticos que siempre. Después, mis padres también se afeitaron la cabeza, de esa forma llegó a todos nosotros el cáncer del verano.
Simón, que tenía leucemia, poco a poco se iba marchitando. Al principio los cambios eran perceptibles tan sólo para mí, aunque pronto las huellas de la enfermedad se acentuaban al compararle conmigo. Llegué a avergonzarme del color rosa de mis mejillas, de mi pelo rubio o de mis ganas de correr. Me dolía mi vida. Por todo eso la idea de mamá era tan atractiva. Todos tuvimos cáncer desde entonces, y ya nadie miraría a Simón de la misma manera.
Simón se rió con toda la fuerza que le quedaba. Nunca más volví a ser feliz.

En el campo hacía calor pero Simón siempre tenía frío. Yo le abrazaba con fuerza bajo las mantas y pronto el sudor frío de Simón se confundía con el mío. Y mamá se reía, imagino lo que le costaba aquella risa, de nosotros.
Papá era, sin embargo, mucho más débil. Él era incapaz de reír como nosotros...
Desde los diez años no sé lo que es dormir una noche entera. Ya entonces me despertaba angustiado y después no quería volver a dormirme, y observaba a Simón, su rostro cada vez más pálido, su extrema delgadez. Y a fuerza de no dormir debo decir que adquirí este aspecto frágil y enfermizo que todavía conservo.
Tal vez sea imposible recuperarse de la pérdida de un hijo o de un hermano, pero si es la de tu hermano gemelo, esa pérdida se convierte también en tu propia pérdida. Algo mío se fue con él aquel verano, y no tengo que hacerme a la idea de como sería Simón con el tiempo, porque sé exactamente como sería su aspecto sólo con verme al espejo.
Lejos de odiar los agostos que vinieron a partir de ese año, me gusta que llegue el treinta y uno de julio para correr a refugiarme en nuestros últimos recuerdos.
Llegaré corriendo para sentarme a su lado durante un mes, y contarle cosas del trabajo, de nuestros padres, de mi vida sin él. A pesar de que le veo todos los días, de que le hablo constantemente, necesito la llegada de agosto y estar en el campo, porque los agostos serán suyos para siempre.